El cielo estaba lleno de los colores del atardecer y las primeras sombras de la noche ya se dibujaban en las montañas, cuando escuchó por primera vez aquella voz que resonó en su alma con una intensidad extraña, mientras una sensación de embriaguez envolvía su cabeza bajo el turbante. Era como un canto. Giró la cabeza hacia uno y otro lado, queriendo descubrir el origen de aquella voz, pero no halló a nadie. Por una fracción de segundo pensó: “me estoy volviendo loco”, pero en seguida se respondió: “¿Acaso no había contado el abuelo Sem cómo el Ser le había hablado a su padre en los días del Diluvio?” Por cierto, nadie había escuchado la historia del mismo Padre Noé, pues era hombre de pocas palabras y pocos en la familia lo habían visto siquiera una vez. Todos le tenían en muy alta estima e incluso le temían, porque era el único que había hablado con el Ser, sin ufanarse de ello. Y ahora, ¿el Ser le estaba hablando a él? Tembló al pensarlo y se estremeció aún más cuando se le cruzó la idea de que estaba por suceder otro cataclismo.
Si era locura, era la locura que quería, porque la voz le estaba diciendo nítidamente: “Ándate de tu mundo, olvida lo que aprendiste desde niño, sepárate de la casa de tu padre y marcha hacia el mundo que te hice ver y anhelar”. Sí, siempre tuvo ganas de marcharse de ese mundo lleno de violencia, odio y apariencias, eso lo tenía en claro. Lo que no estaba tan claro era el “para qué” y menos aún el “a dónde”. Tantas veces había intentado responder esas preguntas, tantas otras había fracasado en sus intentos, hasta había puesto en riesgo su vida y sus bienes tratando de encontrar el camino hacia ese mundo mejor con el que soñaba cada día. Pero aquella tarde, justo antes del anochecer, la voz le seguía hablando: “Voy a convertirte en un gran pueblo hasta inclinarme delante de ti por la fama de tu nombre, porque llegarás a ser la fuente de la auténtica prosperidad”.
No se dio cuenta en qué momento cayó la noche. Estaba helado. Sin saber si reír o llorar. Todavía resonaban en sus oídos las últimas palabras: “Me inclinaré ante quienes se inclinen ante ti y despreciaré a quienes te desprecien, porque a través de ti serán engrandecidas todas las especies de la Tierra”. Si alguna vez soñó que el Ser le dirigía la palabra, nunca imaginó que sería de esa manera, tan simple, tan directa y al mismo tiempo tan… ¿musical?, ¿suave?, ¿intensa?, al punto que sentía que por primera vez respiraba a todo pulmón. Una montaña había sido quitada de encima de su pecho, haciendo que inhalar y exhalar fueran igualmente infinitos.
El frío intenso lo regresó de aquella epifanía. “Así era cuando el Ser te habla”, se dijo mientras con pasos lentos regresaba a la casa de su padre. ¡Su padre! ¿Qué le diría al Gran Taré? ¿Comprendería? ¿Se ofendería? ¿Acaso él no dejó la gran Urkish? “Aunque lo hizo para olvidar la muerte de Harán.” Reflexionó, acelerando el paso, pero sin dejar de cavilar, pues sentía que por primera vez entendía la historia de su familia. “Eso fue durante la invasión de los amoritas, pero también para alejarse del estúpido de Nacor, ¿cómo se le ocurrió a ese necio agarrar a Milca teniendo tantas mujeres detrás de él? —continúo con su recién estrenado rol de intérprete— ¡Por eso fue que habló de partir para Canaán! Mi padre solo quería estar lejos de Nacor y de la tumba de mi hermano.” Afirmó ahora con más seguridad: “Claro, también estaba harto de ceremonias y tanta palabrería astrológica. Prefería mil veces cazar ciervos y jabalíes en las montañas del Mar de Nairi, o bajar hasta el Prat siguiendo el curso del Jabur, para pescar y salar truchas. ¿No decía mi abuelo: ‘qué haré con Taré, el vagabundo’? Es obvio que se siente mejor explorando el mundo y mucho mejor si va en compañía de sus amigos, contando las mismas viejas historias de sus glorias pasadas. Por eso, llegó a Jarán y no se movió más. Marchar a Canaán no era un deber para él, solo un viejo refrán familiar que repetía como todos, yo incluido, hasta hoy, que recién entiendo por qué y para qué.” Se detuvo y comenzó a hablar en voz alta: “Yo quería marchar a Canaán para conocer a Padre Noé y ayudarle en su viñedo —la mención del famoso vino de su tatarabuelo lo hizo sonreír—, pensando en vivir lejos de mi padre, como él quería estar lejos de su hijo. Jamás se me ocurrió que había una razón por la que toda la familia había sido convocada a un mismo lugar. Pero mi madre me lo decía siempre y yo no entendía. ¿Cómo es que el feroz Taré llegó a casarse con la tierna Aramit? Mi madre no era de este mundo. Ella era dulce y delicada. Aún cuando te decía: ‘cualquier tonto puede aprender de sus errores’ cada vez que te volvías a equivocar, lo decía tan dulcemente que olvidabas el dolor agudo en la oreja que estaba jalando mientras tu cabeza en vaivén seguía el ritmo de su mano. Ella me enseñó el arameo diciendo que un día sería la lengua del universo.” Entonces Abram abrió los ojos enormes y se detuvo, porque en ese mismo instante llegó la luz a su alma: “Ella me explicó que el nombre arameo de Padre Noé es Núaj —cayó de rodillas, se inclinó y con la punta de su dedo comenzó a dibujar sobre el polvo de la tierra mientras seguía hablando en voz cada vez más alta— que se escribe con dos letras: N y J” —seguía escribiendo, sin que le importara que en la oscuridad de la noche fuera casi imposible ver algo de lo que escribía febrilmente— la serpiente Nun es 50, la soga Jet es 8, juntos son 58, el número de Noé, que significa ‘alivio y consuelo’. Con las mismas letras, pero al revés, primero la soga Jet y luego la serpiente Nun surge Jen, también 58, que es ‘buena voluntad’, por eso mi madre cantaba: ‘Núaj mitsa Jen, Núaj mitsa Jen’. ¡Padre Noé encontró la buena voluntad del Ser, quien le concedió la soga que ata a la serpiente!, la preciosa senda de su benevolencia, que le permitió hallar la forma de construir un arca para salvar a todas las especies de la Tierra.” Atónito, no podía dar crédito a las palabras que salían de su boca, tampoco podía detenerlas: “Pero Cam olvidó la lección del Diluvio y torció lo que se había enderezado con tanto sufrimiento, violando la intimidad de su padre y su madre, al burlarse y exponer su sagrada desnudez, en la que descansa la vida de nuestra especie. Entonces, Padre Noé no tuvo más remedio que golpearlo donde más le duele a un hombre y sentenció a su hijo menor, a Canaán, su engreído, convirtiéndolo en el siervo de todos.” Ahí rompió a llorar sobre aquel suelo seco, porque le dolió toda esa su vida sin entender la grandeza del camino de sus ancestros. Lentamente se incorporó sobre sus pies, extendió sus brazos a los lados y alzando su mirada empezó a recitar a viva voz el texto que aprendió de su madre en lengua aramea: “Cuando nació Heber, hijo de Sala, hijo de Arfaxad, hijo de Sem, Noé cruzó a la Tierra de Canaán, a la región montañosa de los amoritas, pasando Jericó, acompañado de sus siervos hurritas y plantó una viña que llamó Kerem Jen, para que se cumpliera la palabra por la cual Canaán sería siervo de sus hermanos, hasta que al llegar el tiempo su nombre fuera restituido. Desde entonces, a él venían de toda la Tierra para consultar al Señor de las Alturas, pero nadie hablaba con él, excepto Sem.” Lo sabía de memoria, mas esta vez, en cada palabra había un sentimiento distinto, porque ahora lo entendía. Su inmenso dolor sintió alivio y consuelo. Padre Noé fue en busca de Canaán, para redimirlo de las consecuencias que su padre, Cam, había traído sobre él y todos los suyos. Estaba impresionado de la claridad con la que entendía ahora: “Si una oveja del rebaño se descarría uno no la abandona a su suerte —pensó mientras se ponía nuevamente en camino, sin dejar de explicarse aquella historia que se revelaba por primera vez ante él—, sino que vas tras ella, la buscas, la encuentras y la traes de vuelta, ¿cuánto más un miembro de la familia?” Cuán grande era su alegría al imaginar que pronto vería y abrazaría a Padre Noé por primera vez. Cuánta gratitud tenía por todo lo que su madre le había enseñado en su niñez y juventud. “¡Mi madre!” —exclamó estremecido mientras apuraba el paso todo lo que podía. Acababa de acordarse de su mujer. Iban a cenar con Isca y Lot después de la ceremonia por el nuevo día, ¡lo había olvidado! ¡Y ya habían más de diez estrellas en el cielo! Casi corría. Imaginaba lo que Sari le diría con la mirada, porque de seguro no diría nada hasta que se fueran los invitados, y entonces vendría la borrasca. Pero no estaba para nada preocupado, porque seguía respirando con esa inusitada libertad que diluía cualquier problema en su mente. Ahora que entendía su vida, todo se veía reparable. Es que estaba más que seguro que cuando le contara lo que había pasado, ella se olvidaría del retraso, porque ambos soñaban con seguir los pasos que Padre Noé inició en el Ararat. ¡Ya se habían detenido suficiente tiempo durante nueve generaciones! Siempre había una razón para no proseguir el camino, hasta que algo sucedía, casi siempre una muerte que les recordaba los juramentos no cumplidos, entonces todos compungidos hablaban de Canaán, de buscar al Señor de las Alturas y de entregar sus votos al Maestro de Justicia.
Por fin divisó las luces de los campamentos. Aquel verano el ganado había aumentado como nunca antes. Los pastos nunca se secaron y no tuvieron que subir a las montañas. No veía la hora de estar a solas con Sari. ¡Tenía que contarle todo! ¿No era ella su mejor amiga? Solo con ella se sentía en libertad para hablar en la lengua de su madre. “¡Esa lengua sería la que hablarían sus hijos!” Lo dijo y una punzada atravesó su corazón, mientras una sonrisa amarga se dibujaba en su rostro. Siempre habían imaginado juntos una inmensa mesa llena de niños bulliciosos. Movió su cabeza de un lado al otro para ya no pensar y disminuyó el paso. Su mente logro escapar poniéndose a considerar todo lo que debía preparar para iniciar el viaje, ¡su viaje por fin!
Al acercarse a su campamento notó que había un movimiento inusual a aquella hora. Parecía que todos estaban fuera de sus tiendas, hombres por un lado, mujeres por otro. Algo había sucedido, algo malo porque los hombres solo murmuraban y las mujeres sollozaban. Sari salió a su encuentro. Su rostro le confirmó su temor, pero, ¿qué había sucedido? Bastaron dos palabras de sus labios para sufrir el cataclismo. “Padre Noé.” —dijo y no dijo más mirándome con sus ojos negros anegados. Acababa de llegar la noticia. El último de los patriarcas que conoció la grandeza del mundo antes del Diluvio había muerto. Abraham bajó los ojos al suelo y luego lentamente levantó la mirada al cielo. Las estrellas llenaban por completo el espacio. Pudo sentir con nitidez el momento preciso en el que la serpiente le hundía sus venenosos colmillos en el talón. Ese día cumplía 58 años y por primera vez se sintió huérfano. Su viaje había empezado.
© Pablo E. Cárdenas Gismondi, 2024
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